No estábamos acostumbrados a las críticas, acusaciones y
abucheos hacia el monarca en concreto, y hacia la familia real en general. Es justo
que la ley sea igual para todos, y es sano que el pueblo muestre su opinión.
Pero dicho esto, hay que sacar la balanza y sopesar.
No debemos, y a mi juicio, no tenemos ningún derecho a
desprestigiar a quien en el año 1975, cuando todo estaba por hacer, cogió las riendas
de la moderación de este país. Convocó en aquella época a vencedores y
vencidos, y consiguió hacer de ellos uno solo para instaurar un sistema
democrático, que la mayoría de las personas, por edad, no sabía ni lo que era.
Y se redactó nuestra norma fundamental: la Constitución de 1978.
Cuando creíamos que ya todo lo teníamos atado y bien atado, un
23 de febrero del año 1981 nos sorprende un golpe de estado en el Congreso de
los Diputados. Y allí apareció a través de las pantallas de televisión en todos
los hogares el Jefe del Estado, con uniforme de capitán general del ejército,
diciendo a la población que bajo ningún concepto iba a tolerar aquel
despropósito. Y así fue.
El tiempo fue pasando y se convirtió en el mejor embajador
internacional de este país. Nación por nación, continente por continente, fue
abriendo puertas a España hacia el exterior. Y el Estado español se convirtió
en un país respetado y querido. Ha ido haciendo camino al andar, que diría
Antonio Machado, conviviendo con Gobiernos de ambos lados.
Ha ejecutado a la perfección el papel que le otorga la constitución
española en materia de moderación y representación.
Un día los libros de Historia reflejarán que con el Rey Borbón
Juan Carlos I llegó a España nuevamente la democracia. Y seguramente dirán que,
aunque se restauró en 1975, comenzó un día de un año mucho más atrás, en una
estación de tren de la ciudad de Estoril en Portugal, cuando subía a bordo un
niño de once años que la traía, sin él saberlo, debajo del brazo.
Pero volviendo a la balanza, ¿hacia cuál de los dos platillos
se inclinaría?